7 A pesar de todo, Antíoco no abandonó en absoluto su arrogancia; lleno de orgullo y respirando llamas de odio contra los judíos, ordenó acelerar el viaje. Pero cayó del carro, que corría estrepitosamente, y en su aparatosa caída se le dislocaron todos los miembros del cuerpo.
8 Así, el que hasta hacía poco, en su arrogancia sobrehumana, se imaginaba poder dar órdenes a las olas del mar y, como Dios, pesar las más altas montañas, cayó derribado al suelo y tuvo que ser llevado en una camilla, haciendo ver claramente a todos el poder de Dios.
9 Los ojos del impío hervían de gusanos, y aún con vida, en medio de horribles dolores, la carne se le caía a pedazos; el cuerpo empezó a pudrírsele, y era tal su mal olor, que el ejército no podía soportarlo.
10 Tan inaguantable era la hediondez, que nadie podía transportar al que poco antes pensaba poder alcanzar los astros del cielo.
11 Entonces, todo malherido, bajo el castigo divino que por momentos se hacía más doloroso, comenzó a moderar su enorme arrogancia y a entrar en razón.
12 Y como ni él mismo podía soportar su propio mal olor, exclamó: «Es justo someterse a Dios y, siendo mortal, no pretender ser igual a él.»
13 Entonces este criminal empezó a suplicar al Señor; pero Dios ya no tendría misericordia de él.