2 cuando llegó mi hermano Hananí con unos hombres que venían de Judá. Entonces les pregunté por Jerusalén y por los judíos que habían escapado de ir al destierro,
3 y me contestaron: “Los que escaparon de ir al destierro y se quedaron en la provincia están en una situación muy difícil y vergonzosa. En cuanto a Jerusalén, la muralla ha sido derribada y sus puertas han sido destruidas por el fuego.”
4 Al escuchar estas noticias me senté a llorar, y por algunos días estuve muy triste, ayunando y orando ante el Dios del cielo.
5 Le dije: “Señor, Dios del cielo, Dios grande y terrible, que mantienes firme tu pacto y tu fidelidad con los que te aman y cumplen tus mandamientos:
6 te ruego ahora que atiendas a la oración que día y noche te dirijo en favor de tus siervos, los israelitas. Reconozco que nosotros, los israelitas, hemos pecado contra ti. ¡Hasta mis familiares y yo hemos pecado!
7 Nos hemos conducido de la peor manera ante ti; no hemos cumplido los mandamientos, leyes y decretos que nos diste por medio de tu siervo Moisés.
8 Recuerda la advertencia que le hiciste de que si nosotros pecábamos, nos dispersarías por todo el mundo;