2 Hasta los reyes honraban el lugar santo y lo enriquecían con espléndidos regalos,
3 de tal manera que, incluso Seleuco, rey de Asia, sostenía con sus recursos personales todos los gastos que se originaban en la celebración de los sacrificios.
4 Había por aquel entonces un tal Simón*, de la familia de Bilgá, administrador del Templo, que se enfrentó con el sumo sacerdote por razones relativas al control de los mercados de la ciudad;
5 pero como no pudo imponerse a Onías, acudió a Apolonio de Tarso, que por ese tiempo era gobernador de las provincias de Celesiria y Fenicia;
6 le contó que el tesoro del Templo de Jerusalén estaba colmado de riquezas, que la cantidad de dinero allí depositada era incalculable, superando con creces los gastos de los sacrificios, y que nada impedía ponerlo a disposición del rey.
7 En una audiencia con el rey, Apolonio le puso al tanto del tema de dichas riquezas. Entonces el rey envió a Heliodoro, su encargado de negocios, a apoderarse de ellas.
8 Heliodoro se puso en camino inmediatamente, fingiendo que iba a visitar las ciudades de Celesiria y Fenicia, pero lo que se proponía era cumplir las órdenes del rey.