1 Al enterarse los israelitas que residían en Judea de cómo Holofernes, general en jefe del ejército de Nabucodonosor, rey de los asirios, había tratado a las otras naciones, y de qué modo había saqueado todos sus santuarios antes de destruirlos,
2 se sintieron del todo aterrorizados y se echaron a temblar al pensar en la suerte que podría correr la ciudad de Jerusalén y el Templo del Señor su Dios.
3 Porque hacía poco tiempo que ellos habían regresado del exilio* y que, reunido ya todo el pueblo de Judea, habían sido consagrados nuevamente los utensilios del culto, del altar y del Templo: todo lo que antes había sido profanado.
4 Pusieron entonces sobre aviso a la región de Samaría: a Coná, Betorón, Belmaín, Jericó, Jobá, Aisora y el valle de Salén.
5 Después corrieron a ocupar las cumbres de los montes más altos, fortificaron las aldeas que había allí y, en previsión de la guerra, se proveyeron de los víveres que recientemente habían acabado de recoger de sus campos.
6 El sumo sacerdote Joaquín*, que por entonces residía en Jerusalén, escribió una carta a los habitantes de Betulia y Betomestáin, situadas frente a Esdrelón, ante la llanura vecina a Dotán.