5 Sin embargo, todos los de mi tribu, incluyendo a mi familia, en vez de ir a Jerusalén, iban a la ciudad de Dan, en las colinas de Galilea, para ofrecerle sacrificios al toro que Jeroboam, rey de Israel, había colocado allí.
6 Según nuestras leyes, todo israelita debía ir a Jerusalén y participar de las fiestas ordenadas por nuestro Dios, pero en muchas ocasiones, yo era el único que lo hacía. Llevaba los primeros frutos de mis cosechas, las primeras crías de mis animales y la primera lana de mis ovejas.
7 Todo esto se lo entregaba a los sacerdotes, junto con la décima parte del ganado, del trigo, del vino y del aceite. Los frutos de mis árboles los distribuía de la siguiente manera: Una parte se la daba a los ayudantes de los sacerdotes que servían a Dios en el templo de Jerusalén; otra parte, la cual acumulaba por seis años, la cambiaba por dinero, el cual usaba en Jerusalén para adorar a Dios.
8 Cada tres años, repartía una tercera parte entre los huérfanos, las viudas y los extranjeros que habían aceptado nuestra religión y vivían en nuestro país. Esta última parte la comíamos juntos, tal y como lo indica la ley de Moisés. Así me lo había enseñado Débora, mi abuela por parte de padre. Para ese entonces, mi padre Ananiel había muerto y me había dejado huérfano.
9 Cuando ya fui mayor, me casé con una parienta mía, llamada Ana. Tuvimos un hijo y le puse por nombre Tobías.
10 Tiempo después, los asirios me sacaron de mi pueblo y me llevaron preso a Nínive, capital de Asiria. Al llegar allí descubrí que todos los israelitas, incluyendo a mis parientes, comían los alimentos que están prohibidos por nuestra ley.
11 Pero yo tuve mucho cuidado, y no seguí su ejemplo.