3 Doy gracias a Dios a quien sirvo con una conciencia limpia según me enseñaron mis progenitores, y te tengo siempre presente día y noche en mis oraciones.
4 Aún recuerdo tus lágrimas [de despedida]. ¡Ojalá pudiera verte de nuevo para llenarme de alegría
5 evocando tu sincera fe, esa fe que tuvieron primero tu abuela Loida y tu madre Eunice, y que no dudo tienes tú también!
6 Por eso, te recuerdo el deber de reavivar el don que Dios te otorgó cuando impuse mis manos sobre ti.
7 Porque no es un espíritu de cobardía el que Dios nos otorgó, sino de fortaleza, amor y dominio de nosotros mismos.
8 Así que no te avergüences de dar la cara por nuestro Señor y por mí, su prisionero; al contrario, sostenido por la fuerza de Dios, sufre juntamente conmigo por la propagación del mensaje evangélico.
9 Dios es quien nos ha salvado y nos ha llamado a una vida consagrada a él, no porque lo merecieran nuestras obras, sino porque tal ha sido su designio conforme al don que se nos ha concedido por medio de Cristo Jesús antes que el tiempo existiera.