8 Heliodoro salió inmediatamente, haciéndoles creer a todos que iba a visitar las ciudades en Celesiria y Fenicia, aunque en realidad iba a Jerusalén a cumplir las órdenes del rey.
9 Cuando Heliodoro llegó a Jerusalén, Onías, el jefe de los sacerdotes de la ciudad, lo recibió como a un amigo. Heliodoro le contó a Onías que venía a ver si era cierto lo que había dicho el sacerdote Simón acerca de los tesoros del templo.
10 El jefe de los sacerdotes le explicó que el dinero guardado en el templo era de los huérfanos y de las viudas.
11 También le dijo que todo ese dinero llegaba a trece mil doscientos kilos de plata y seis mil seiscientos kilos de oro, aunque una parte de esa riqueza pertenecía a Hircano, el hijo de Tobías, quien tenía un cargo muy importante. Así le hizo ver que todo cuanto había dicho el malvado Simón era una mentira,
12 y que sería muy injusto quitarles el dinero a las personas que lo habían dejado allí. Esas personas confiaban en que el templo era un lugar sagrado y respetado por todo el mundo.
13 A pesar de todo, Heliodoro tenía que cumplir con sus órdenes. Por eso, insistió en que debía llevarle al rey todo ese dinero.
14 Cuando llegó el día en que Heliodoro iba a entrar en el templo para contar el dinero, toda la gente de la ciudad se llenó de angustia.