11 Cuando el rey Antíoco se enteró de todo esto, pensó que Judea quería rebelarse. Entonces, lleno de rabia, salió de Egipto con su ejército y se dirigió a Jerusalén.
12 Les ordenó a sus soldados que mataran sin compasión a todos los que se encontraran, y que les cortaran la cabeza a todos los que intentaran esconderse en las casas.
13 Nadie escapó de aquella matanza, ni jóvenes, ni ancianos, ni mujeres, ni niños, y ni siquiera los recién nacidos.
14 En tan sólo tres días fueron asesinadas unas ochenta mil personas, y otras tantas fueron vendidas como esclavas.
15 Como si eso fuera poco, Antíoco se atrevió a entrar al templo de Jerusalén, el más importante de toda la tierra. Su guía fue Menelao, aquel que no había obedecido las leyes ni respetado a su patria.
16 Con sus manos sucias el rey tomó los utensilios sagrados, y se llevó las ofrendas que otros reyes habían dejado allí para aumentar la grandeza, la importancia y el honor del templo.
17 Era tanto el orgullo de Antíoco que no reconoció que Dios se había enojado por un corto tiempo con los habitantes de Jerusalén, debido al pecado de la gente de esa ciudad.